sábado, 28 de febrero de 2015

Pero, ¿existe el carnaval? No, pero vamos a seguir llamándolo así...

Y menos aún en Cádiz. Aún menos desde que en 1987 le asestaran la puñalada más certera últimamente conocida: el carnaval chiquito. Me lo contó Paco Leal el otro día: “Si había un Corpus Christi y otro chiquito…, se nos ocurrió hacer lo mismo con el carnaval.”

El carnaval aparece ante nuestros ojos como un enclave de libertad ante el ayuno de la Cuaresma, que es el que nos ha venido quedando (después que el Adviento remitiera en el mundo católico y se reforzara en el protestante). Pero al carnaval le pasaba lo que al espíritu revolucionario de Fuenteovejuna: que aparecía el rey y volvía el orden; que todo se resolvía con unas bofetadas a los pillos y sigamos con lo de siempre. Pues eso, demos una válvula de escape a ese populacho, que se emborrache, que coma hasta hartarse y que se hunda en las inmensidades de Venus, diosa pagana…

Este carnaval acabó hace mucho tiempo. Echemos una mirada retrospectiva a nuestro ideario vital, a nuestro cotidiano, a nuestra forma de percibir el mundo. Veremos que cada uno acude a Venus cuando puede sin más ritual, y que los preservativos, la píldora, la homosexualidad cultural, etc., han aportado a nuestras conductas amorosas y sexuales libertades que nos han ido emancipando del carnaval y de las reglas católicas.
Miremos hacia la secularización de la sociedad, de nosotros mismos; veamos la arreligiosidad y la falta de apego que profesamos a la autoridad de Roma; observemos si tan grave miedo nos ofrece el aclamado infierno por motivos venéreos o de la gula. Una Roma que ya no tiene al brazo secular a sus órdenes, no en la forma a la que entendemos que me refiero.

Liberados de las ataduras citadas, nos quedan del carnaval los lúdicos recuerdos, los mitos no disueltos pero… “los Reyes son los padres…”. Queda la fantasía lúdica de querer ser ‘otro’ por tres días. Queda el malestar en la vida sexual para el que lo tenga, para expresarlo o para salir de caza o de pesca, aunque en realidad todo el año están los mismos, u otros, de caza o de pesca. Queda la fiesta de locos, burlas, humoradas y farsas.

¿Qué queda entonces del carnaval? El humor, la metáfora para atacar al Poder, para acercarse a los otros con mejor comprensión y amor, para tratarnos mejor a nosotros mismos.
El carnaval deja de ser el espacio de control del Estado en el que el descontrol fluía entre sus propias coordenadas. Ese carnaval moribundo, que ya había arañado el primer domingo de cuaresma, es apuñalado en Cádiz con el carnaval chiquito. El carnaval salta, entonces, por sobre los alambres del control, del espacio y del tiempo permitidos al descontrol. El descontrol pasa a estar bajo el control de un ente informe, asambleario, popular, articulado en grupos. El descontrol le grita al detentador del Poder por delegación que basta, y sale la policía… Y vuelve a salir la gente. Y eso es el carnaval chiquito si yo he terminado de entenderlo. Y esta es la muerte del carnaval, que da paso a una sociedad más abierta y democrática; y de mayor cultura política.

Tantas veces he escuchado que el concurso es la muerte del carnaval. No. El concurso es la vuelta al carnaval. Como el intento de ahogar al carnaval en orines y botellones. El carnaval está más vivo que nunca, en las calles, en el carnaval chiquito, en el carnaval de verano, porque ha abandonado el espacio delimitado por el Poder. Quizá lo necesario sea hacerse consciente de que lo importante, en realidad, es seguir matando al carnaval y que todo el año sea carnaval en este sentido.


©Pablo Martínez-Calleja

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