Caminar a las tres de la madrugada en dirección al Ayuntamiento era una ficción, después de dos años de calles vacías por la prohibición y la pandemia. Las calles se iban llenando, la plaza estaba más llena que a la misma hora en los años anteriores a la pandemia. Cómo raro era ver a un grupo de jóvenes sobre la marquesina del Tram: más que un poquito irresponsables. Por lo demás, los brutos eran los que hablaban alemán pero no a la suiza: solo me encontré a dos de esos que se iban abriendo paso por la calle, porque ellos lo valen… Aquí, en medio de este caos y mogollonazo, con decenas de miles de personas, el suizo, o la suiza, se disculpan si se chocan contigo: esta es mi experiencia. El ir en bulla y sin respeto no lo conozco en los suizos en Fasnacht.
A las 4 en punto sonaron las campanas, se apagó la luz y se encendió el Fasnacht, el Carnaval. Sonaron los tambores, seguramente, napoleónicos y los piccolos. Tras el Morgenstreich, el grito contra la oscuridad de esta ciudad, no había Cortège, prohibido, pero que de facto se realizó en parte. Las calles completamente a oscuras mientras las Cliques y Zunftes iban y venían abriendo paso a sus embajadas: alegría, asimetría como forma de entender al otro y lo otro, diversidad, sátiras y cagarse en Putin.
Aquí se llevan mascarillas solo en los transportes públicos, en ningún otro lugar se llevan: en ninguno. Será lo que tenga que ser. Para los que estamos vacunados la aprensión es menor; para todos, la gravedad del ómicron también es menor.
No pude tomarme mi sopa de harina: alguien me quitó el sitio para comerla mientras la pedía, literalmente. Una invasión y una desvergüenza. Puede pasar, incluso en Carnaval, aunque algo menos habitual de lo que los menos conocedores afirmarían. Pero me comí mi Käsewähe, que estaba caliente y buenísima, y me tomé un café. ¡Qué frío!
Por la noche escuché los primeros romanceros en una de las catedrales rupestres-carnavaleras de Basilea.
©PabloMtnezCalleja, 2022
La foto viene luego.