martes, 13 de febrero de 2018

Gades, libre y brava. La concejala (I/2)


Nota previa. Gades no es una mujer, Gades es Cádiz, que como tantas ciudades es de género gramatical femenino. Cádiz (en adelante Cadi), es considerada por no pocos una mujer, pero una mujer-concepto y no una mujer real. Como tal mujer-concepto se vuelve un concepto político, que en la tradición española, claramente contrarreformista católica (no se pierda de vista que el Dogma de la Inmaculada Concepción fue y es español, y muy andaluz), obliga a las mujeres a navegar por los vientos de una sociedad machista y patriarcal. Todo lo humano es político y está politizado.

Gades se vuelve estatua presente en 1987, año en que queda instalada en Cadi. Una estatua que es una mujer que mira al horizonte, una mujer desnuda, con apenas un manto arrebolado entretenido por el viento. Una mujer mito. Y una estatua que hasta hoy parece del gusto de tod@s, o nadie parece haber protestado nunca demasiado. ¿Por qué?
Porque lo molesto es ver de cerca lo que mejor se tiene lejos si no se comprende del todo bien, o porque no se acepta. Porque a las estatuas cada quien les otorga su catecismo particular y ya el Mundo sigue en orden porque están lejos, como ajenas y fuera de una realidad demasiado próxima y quizá hiriente. Si la estatua se vuelve viva, de pronto, el marco de significado se altera, resulta real, tangible, y peligroso quizá.

Prólogo. Hablar de cualquier Carnaval de Europa resulta complejo por su amplia diversidad intrínseca. Todo Carnaval es polifacético y todo Carnaval es político. Todo Carnaval es único. Todo Carnaval, por ello un nombre común para todos, tiene unos elementos comunes. Hay tres elementos a los que debemos, en mi opinión, atender con cuidado: 1) Crítica y queja por el malestar en la vida sexual; 2) Crítica y queja contra el Poder por su uso abusivo o ridículo; 3) La posibilidad de “ser alguien otro” durante unos días.

Cuando hablamos del Carnaval de Cadi deberemos mencionar el disfraz y el tipo. Yo deseo aventurar algo que quizá haya sido menos tratado de lo necesario, excepto en el magnífico trabajo de la Dra. Ana Barceló (2015; 26): “[El tipo] Es algo más que el conjunto de prendas que permiten a una persona pasar inadvertida”.

El disfraz podría servir al deseo descriptor de nuestro José Ortega y Gasset (1964; 195) de lo que para él sería el Carnaval: “(…) fiesta en que nos ponemos máscaras para que nuestra persona, nuestro yo, desaparezca. De aquí que la mascarita hable con voz fingida a fin de que también su yo resulte otro y sea irreconocible (…)”. En este sentido existe el disfraz, como un escondite, como un refugio. El tipo es una muy otra cosa.

El tipo, y no solo en Cadi, aunque mucho más en Cadi, es el ser que da cuerpo, forma y voz, a una historia que llevamos dentro y queremos contar. Bueno, más bien gritar con desgañite tranquilo. Sea esa historia la que sea. Es el rasgo número 3: la posibilidad de ser alguien otro durante unos días. Pero, ¿para qué?

¿Para qué queremos ser un alguien otro? Para divertirnos escondidos o para divertirnos denunciando, con sonrisa o risa, con Sátira, e incluso de modo grotesco, nuestros malestares en nuestra Cultura: la crítica, en la que Cadi puede ser muy hábil. Para divertirnos denunciando a cara descubierta, pero con la convención teatral de la desrealización: los dos coloretes, uno en cada mejilla.


©Eva Zamorano

Los aparentes hechos. Una cierta boulevard-presse, rijosa y verderona, se ha fijado en la estatua viviente, después de tener delante de sus narices a la estatua original durante años. Lo que ofrece a su público parte de la premisa de que estuviéramos viendo a la concejala desnuda y se echa las manos a la cara con los dedos muy bien separados, en lugar de realizar una mínima reflexión de observador que si conocieran a John Berger hubieran acometido: profundizar en lo que se ve, en lo que experimentamos como emoción de lo que vemos o creemos que vemos, y en lo que significa para nosotros. Se han quedado con la emoción deseada de ver a una mujer desnuda que no lo estaba, sino que lo parecía. Y que, además, era una mujer desrealizada en estatua viviente. La concejala no era ya la concejala sino La estatua Gades, pero en una suerte de juego de existencias múltiples, aunque jerarquizadas y simbólicas. Algo parecido a lo que la mano mágica de El Selu hizo cuando dejó desaparecer a la antigua alcaldesa para sacar de su sombrero del Humor “la rajita de su urna”.
Han visto desnuda a la concejala para componer el estúpido ripio de chichi y Kichi, y tratar así de destruir al gobierno municipal de Cadi.

Y sí, “La estatua Gades” sí va enseñando el chichi, todo su coño, y sus espléndidos pechos, todo su cuerpo; su tripa también. pero no la concejala, ni María Romay. La estatua. ¿Por qué no?

La fantasía es el placer del impedid@ para materializar su placer. Lo que no está nada mal, pero sería bueno distinguirlo para no sufrir neurosis. ¿Alguien ha visto los pechos de la concejala de Fiestas y Transparencia? Yo no, y he mirado con lupa. Y no solo. Me he permitido preguntar, averiguar. Porque desde el comienzo vi el principio gaditano del Carnaval: el trampantojo, el doble sentido. Pero esto lo vamos a dejar para una segunda parte: el cómo se hizo.

A mi modo de ver María Romay, a la sazón concejala de Transparencia y Fiestas, que no de transparencias porque no hay tales, decidió bajar a la mujer-concepto de un pedestal que le es una silla de clavos afilados. Ponerle a ese símbolo una lapa más, la de la realidad, la lapa de la mujer empoderada, la de la amazona. Dar un escándalo, pero un escándalo con inteligencia, además gaditana: el doble sentido, el trampantojo arrebujado entre los pliegues del manto arrebolado y estorbado por el levante. Un levante bravo, sí, y una estatua de bronce. Y muy “poca vergüenza gaditana”.

©Pablo Martínez-Calleja, 2018

No hay comentarios:

Publicar un comentario