Llegué
ayer a Cadi y se abría un paréntesis que se ha cerrado en la casapuerta de La
Clandestina hace un momento. Un remolino. Estas calles de Cadi Cadi son un
remolino que te traga y hace de ti lo que ellas quieran, te llevan, te traen y
te trajinan, sin ninguna mardá ni miramiento, y cuando quieres darte cuenta
están rompiendo las primeras luces del alba entre coplas y copas.
Después
de cenar un buen lomo de bacalao de alguna bahía, bueno y fresco, encontré la
silla prometida en el Café de Levante. Apareció una chirigota gamberra,
divertida, de esas que todavía conocen el arte de la risa, de la muy poquísima
vergüenza y de un verbo que es carne, de carne, una carne Tótem-gordo-Carne-val.
Unas guerreras “Hombres salvajes”, o del bosque, para que la ironía de la
lengua les dé más ocasiones.
La
fuerza centrípeta me arrastró hacia el Pópulo y al delirio de la que fueron Las
Presas Ibéricas, acodadas a la barra de un bar, que nos devolvió a lo oscuro,
lo canalla y la desvergüenza desatada con mucho arte. La fuerza centrífuga me
elevó al pretil del Puente Carranza, con un punto de humor negro que encontré
absolutamente genial. Me caí del murete y la corriente me llevó por entre
sargazos irrelevantes hasta que me vi hasta dos Jueces Lores, cuando de pie ya solo
me sostenía el pellizco de humor de la Penúltima Instancia.
©Pablo Martínez-Calleja, 2018
©Pablo Martínez-Calleja, 2018
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