Nota previa. Gades no es una mujer, Gades es Cádiz, que
como tantas ciudades es de género gramatical femenino. Cádiz (en adelante
Cadi), es considerada por no pocos una mujer, pero una mujer-concepto y no una
mujer real. Como tal mujer-concepto se vuelve un concepto político, que en la
tradición española, claramente contrarreformista católica (no se pierda de
vista que el Dogma de la Inmaculada Concepción fue y es español, y muy
andaluz), obliga a las mujeres a navegar por los vientos de una sociedad
machista y patriarcal. Todo lo humano es político y está politizado.
Gades
se vuelve estatua presente en 1987, año en que queda instalada en
Cadi. Una estatua que es una mujer que mira al horizonte, una mujer desnuda,
con apenas un manto arrebolado entretenido por el viento. Una mujer mito. Y una
estatua que hasta hoy parece del gusto de tod@s, o nadie parece haber
protestado nunca demasiado. ¿Por qué?
Porque
lo molesto es ver de cerca lo que mejor se tiene lejos si no se comprende del
todo bien, o porque no se acepta. Porque a las estatuas cada quien les otorga
su catecismo particular y ya el Mundo sigue en orden porque están lejos, como
ajenas y fuera de una realidad demasiado próxima y quizá hiriente. Si la
estatua se vuelve viva, de pronto, el marco de significado se altera, resulta
real, tangible, y peligroso quizá.
Prólogo. Hablar de cualquier Carnaval de Europa
resulta complejo por su amplia diversidad intrínseca. Todo Carnaval es
polifacético y todo Carnaval es político. Todo Carnaval es único. Todo
Carnaval, por ello un nombre común para todos, tiene unos elementos comunes.
Hay tres elementos a los que debemos, en mi opinión, atender con cuidado: 1)
Crítica y queja por el malestar en la vida sexual; 2) Crítica y queja contra el
Poder por su uso abusivo o ridículo; 3) La posibilidad de “ser alguien otro”
durante unos días.
Cuando
hablamos del Carnaval de Cadi deberemos mencionar el disfraz
y el tipo. Yo deseo aventurar algo que quizá haya sido menos tratado de lo
necesario, excepto en el magnífico trabajo de la Dra. Ana Barceló (2015; 26):
“[El tipo] Es algo más que el conjunto de prendas que permiten a una persona
pasar inadvertida”.
El
disfraz podría servir al deseo descriptor de nuestro José Ortega y Gasset (1964; 195) de lo
que para él sería el Carnaval: “(…) fiesta en que nos ponemos máscaras para que
nuestra persona, nuestro yo, desaparezca. De aquí que la mascarita hable con
voz fingida a fin de que también su yo
resulte otro y sea irreconocible (…)”. En este sentido existe el disfraz, como
un escondite, como un refugio. El tipo es una muy otra cosa.
El
tipo, y no solo en Cadi, aunque mucho más en Cadi, es el ser que da cuerpo,
forma y voz, a una historia que llevamos dentro y queremos contar. Bueno, más
bien gritar con desgañite tranquilo. Sea esa historia la que sea. Es el rasgo
número 3: la posibilidad de ser alguien otro durante unos días. Pero, ¿para qué?
¿Para
qué queremos ser un alguien otro? Para divertirnos escondidos o para divertirnos
denunciando, con sonrisa o risa, con Sátira, e incluso de modo grotesco,
nuestros malestares en nuestra Cultura: la crítica, en la que Cadi puede ser
muy hábil. Para divertirnos denunciando a cara descubierta, pero con la
convención teatral de la desrealización: los dos coloretes, uno en cada
mejilla.
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©Eva Zamorano |
Los aparentes hechos. Una cierta boulevard-presse, rijosa
y verderona, se ha fijado en la estatua viviente, después de tener delante de
sus narices a la estatua original durante años. Lo que ofrece a su público
parte de la premisa de que estuviéramos viendo a la concejala desnuda y se echa
las manos a la cara con los dedos muy bien separados, en lugar de realizar una
mínima reflexión de observador que si conocieran a John Berger hubieran
acometido: profundizar en lo que se ve, en lo que experimentamos como emoción
de lo que vemos o creemos que vemos, y en lo que significa para nosotros. Se
han quedado con la emoción deseada de ver a una mujer desnuda que no lo estaba,
sino que lo parecía. Y que, además, era una mujer desrealizada en estatua viviente. La concejala no era ya la concejala sino La estatua Gades, pero en
una suerte de juego de existencias múltiples, aunque jerarquizadas y simbólicas.
Algo parecido a lo que la mano mágica de El Selu hizo cuando dejó desaparecer a
la antigua alcaldesa para sacar de su sombrero del Humor “la rajita de su
urna”.
Han visto desnuda a la concejala para componer el estúpido ripio de chichi y
Kichi, y tratar así de destruir al gobierno municipal de Cadi.
Y sí,
“La estatua Gades” sí va enseñando el chichi, todo su coño, y sus espléndidos
pechos, todo su cuerpo; su tripa también. pero no la concejala, ni María Romay.
La estatua. ¿Por qué no?
La
fantasía es el placer del impedid@ para materializar su placer. Lo que no está
nada mal, pero sería bueno distinguirlo para no sufrir neurosis. ¿Alguien ha
visto los pechos de la concejala de Fiestas y Transparencia? Yo no, y he
mirado con lupa. Y no solo. Me he permitido preguntar, averiguar. Porque desde
el comienzo vi el principio gaditano del Carnaval: el trampantojo, el doble
sentido. Pero esto lo vamos a dejar para una segunda parte: el cómo se hizo.
A mi
modo de ver María Romay, a la sazón concejala de Transparencia y Fiestas, que
no de transparencias porque no hay tales, decidió bajar a la mujer-concepto de
un pedestal que le es una silla de clavos afilados. Ponerle a ese símbolo una
lapa más, la de la realidad, la lapa de la mujer empoderada, la de la amazona.
Dar un escándalo, pero un escándalo con inteligencia, además gaditana: el doble
sentido, el trampantojo arrebujado entre los pliegues del manto arrebolado y
estorbado por el levante. Un levante bravo, sí, y una estatua de bronce. Y muy
“poca vergüenza gaditana”.
©Pablo
Martínez-Calleja, 2018