Por
primera vez me sentaba en el patio de butacas del Falla. No había habido
ocasión porque viajo a Cádiz siempre con el tiempo justo. Fila 6, butaca 5;
patio de butacas.
Llegó
la voz en on y el público aplaudió con su primer fervor. Los móviles continuaron
titilando hasta que se levantó el telón.
Se
levantó el telón y supe que disfrutaría en cuanto vi la butaca de orejas estilo
lejano oeste: ¡Calamity Jane estaba allí! Sí, claro, en las tablas de un teatro
siempre puede pasar de todo, incluso que Molière se muera en la escena por ir
vestido de amarillo.
Que lo
pasaría bien también lo pensaba porque las Chirigóticas tienen esa ‘poca
vergüenza gaditana’ que, a la manera de la Commedia dell’Arte, puede formar a
un actor con solidez contundente. Ay, el Carnaval, el Carnaval de Cádiz. ¿Otra
vez con el Carnaval de Cádiz? Pues sí, otra vez con esa inagotable fuente de
arte e inspiración. Sí, las Chirigóticas son el puente, quizá no el único pero
uno muy alto y muy largo, entre el Carnaval y los nuevos formatos (escénico,
artístico) que el Carnaval debería poder alumbrar.
No me
olvido que el texto es de Antonio Álamo, pero mi intuición descree de la ficha
técnica de la obra y estoy seguro de que la interacción y el trabajo común han
terminado por ofrecernos ese texto chirigótico callejero y asilvestrado, que
también le sirve a Alejandra López para realizar un maravilloso trabajo. Por un
lado su damisela apocadita y formal, que como una verdadera mariposa guarda en
ella al gusanito menos pequeñoburgués, pero muy real. Magnífico trabajo
actoral, en mi opinión, teniendo en cuenta su representación de dos personajes
de mucho peso, y que no presentaron contaminación del uno en el otro.
Hubo
crítica contra las costumbres sociales, contra los clichés y plantillas de
comportamiento, gracias a una madre, estupendo trabajo de Teresa Quintero, que
combinaba con una vecina, mujer contradictoria y poco cabal. También imprescindible
en esta obra.
Disfrutamos
de teatro y de lírica teatral, fuera con la luna, fuera de la mano de nuestro
Miguel Hernández, en una reescritura de las Nanas de la cebolla que me dejó
perplejo por su actualización y su contemporaneidad poética. No iba a haber
ñoñerías, ni con la damisela de gasas y pamela ni con la idealización de una
maternidad solo alegría y miel sobre hojuelas. Un texto valiente, en muchos
sentidos. Como las burlas hacia “la marcha atrás”, seguramente menos abolidas en
las prácticas sexuales de lo que deberían. Un espectáculo, creo, que incluso
atravesó las tramas de Moncho Borrajo.
A cargo
de Ana López corrió la carga dramática del espectáculo teatral. Una Juanita que
es una calamidad, llena de contradicciones, con buenos propósitos y pocas
posibilidades de salir de una vida de cuitas, fácilmente visible gracias a la
aparición de su madre y su trato con ella. Seguramente, una llamada al respeto
y al amor entre padres e hijos, y a una confianza más profunda. Una Juanita
contradictoria, una Juanita con poca formación, una Juanita entre las
corrientes de una vida llena de solicitudes y de las que no puede mantenerse
tan alejada como ella misma, quizá, quisiera.
Una Ana
López que no solo fue dramática en su desesperación dramática, con una estética
ochentanoventera, con mucho sabor a Sastre y a los que, de alguna manera,
bebieron en él; incluido seguramente el buen Almodóvar.
©Pablo
Martínez-Calleja, 2015
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